La silla

Cuentan que en Huerta del Rey, donde los nombres suenan a misa antigua y a santoral, apareció una vez una silla que no era de nadie. Era de madera y enea, con las patas tan torcidas como las de Clodoveo, el alguacil y tan vieja que hasta la seña Quiteria decía que le daba reparo sentarse en ella no fuera a tragársela y arrastrarla hasta el más allá. Nadie se acordaba ya de dónde había salido, hasta que Burgundófora, la centenaria del lugar, les recordó que fue del sustanciero, aquel hombre enjuto que recorría los pueblos con su carromato desvencijado y una silla atada en lo alto que voceaba con voz de feria: —¡Sustancierooo! ¡Una perra gorda por mojar la pata en el caldo! Llevaba un hueso pelado de jamón, atado a una cuerda y más chupado que la economía de la Emerenciana. Paraba en cada casa donde el guiso olía a “pobre pero sabroso”, y la silla era su trono. Allí se sentaba a esperar mientras los críos se arremolinaban en torno a él y Eufrasio, con la boina calada hasta los ojos, buce...